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martes, 16 de noviembre de 2010

- LA LLAMADA - ( Relato by Arthur )

El atardecer teñía la mágica orilla del Mediterráneo de colores anaranjados y violáceos. El azul del cielo era el color de sus ojos. ¡Qué ojos! Ojos como ese cielo, que se desvanecía en la negrura de recuerdos que asomaban en el horizonte.

Allí, esperando, sobre la arena tibia de la tarde, se hallaba el hombre. En su mirada, la línea difícil que separa el mar del cielo. Su pelo se mecía con la suave brisa estival, mientras sus tobillos se dejaban acariciar por el murmullo del rompeolas.

Junto a él, olvidado de su dueño, medio enterrado en la arena, se hallaba un teléfono móvil, silencioso, inexpresivo. Junto al artilugio, un paquete de tabaco y un encendedor con una inscripción desgastada por el tiempo, ocupaban su lugar en aquel cuadro inacabado.

El hombre, hierático, mantenía su vista fija en el mar que se tragaba el sol, mientras los acordes de una melodía encadenada le llegaban lejanos desde algún lugar de aquel singular universo. Solo la brisa movía con una imperceptible caricia la camisa inmaculadamente blanca que cubría su torso, y ondeaba al viento del atardecer leves jirones de lino que se mezclaban con retazos de alma y recuerdos.

A pesar del murmullo de las olas y del repiqueteo del viento marino recorriendo conchas y caracolas, el hombre oyó a sus espaldas el inconfundible ruido de pisadas que hollaban frívolamente la arena sagrada del crepúsculo. Ni siquiera la maravillosa melodía de Cole Porter que se escuchaba de fondo pudo disimular el chasquido de aquellos pies que se acercaban observando las líneas inconfundibles de su espalda.

Él percibió en aquel momento el aroma inequívoco de aquella mujer. Era el perfume de todas las mujeres del mundo. Era una fragancia que aunaba la sabiduría y la sensualidad de todos los siglos del Tiempo. Era la tarjeta de presentación de una vieja conocida. El hombre sonrió en una irónica muesca de desprecio, sin que sus ojos se apartaran del horizonte inacabado.

Ella se sentó a su lado, sin decir nada, con un estudiado movimiento. Sabía que él no la miraría. Jamás la miraba. Era de aquellos hombres que se escapaban a su eterna seducción.
Lentamente, se quitó las lentes ahumadas, y el viento recorrió la orilla mientras una cresta de espuma saludaba a la extraña mujer.

El hombre sacó un cigarrillo de su envoltorio, y lo llevó a los labios, ajeno por completo a los propósitos de la sensual dama. Sin que le diera tiempo a reaccionar, ante su emboquillado se encendió una llama azul, como aquellos ojos que ocupaban su recuerdo y su memoria.

- Hola Jaime – dijo la mujer mientras le encendía el pitillo.

El hombre inspiró el humo letal y exhaló una bocanada de humo que se dispersó con los colores del atardecer. Ni siquiera la miró. Sus ojos seguían, descendentes, la puesta de sol. Ella agachó su cabeza y descubrió el teléfono que los granos de arena pugnaban por ocultar.

- Hola Destino – dijo él pausadamente, sin apenas mover los ojos.

- Otra vez el atardecer. Precioso espectáculo, verdad? –dijo ella con un tono de leve ironía – Todos los días la noche sigue al día, y el día a la noche. La oscuridad se torna en luz para después esconderse en el mar.

El hombre no respondió. Los colores anaranjados se volvían cada vez mas intensos, y el mar se tornaba en tonos aún más oscuros. Destino vio como el fornido brazo sostenía el cigarrillo sin inmutarse.

- El crepúsculo es mágico, Jaime – dijo ella – Solo que dura un momento en el día. No puedes pretender vivir siempre en el ocaso. No es real. Es una parte del todo. 
- El ocaso es equilibrio, Destino. Es la paz entre la luz y las tinieblas. – dijo el hombre – La tregua sagrada entre las fuerzas de la luz y la oscuridad. Entre la ira de Dios y la desidia de los hombres.
- Tras el ocaso viene la oscuridad, Jaime. ¿Qué harás? ¿Esconderte tras los jirones de tu orgullo?
- Mi orgullo no tiene nada que ver contigo Destino. – dijo en tono irascible – Mi orgullo y mis banderas representan cosas de las que tú apenas entiendes.
- Yo guió los destinos, Jaime. Conozco a los hombres y a las mujeres. No juego a los dados, cariño. Pero no soy dueña de las banderas ni de los trozos que quedan de ellas cuando la victoria te vuelve la espalda. Igual que tampoco soy culpable de tu espera.
- ¿Mi espera? Vaya. Se me olvidó por un momento quien eras. ¿Sabes? Por un instante me pareciste una dama. ¿También eres dueña de las ilusiones?

Destino miró desde sus ojos negros, aquellos ojos de miel y flores que se ocultaban entre las incipientes arrugas de una cara expuesta a soles de lejanos desiertos, y a nieves de muchas montañas. Surcó con un imaginario dedo los vericuetos de la piel curtida de aquel hombre que orgulloso construía su palacio en los límites que separan el día de la noche, que impasible vivía a caballo entre un tiempo perdido y una época ineludible, que plantaba su bandera rota en un campo de ideales deshechos.

- Sabes que ella no llamará, ¿verdad? –dijo ella
- Lo se Destino. – respondió con un aplomo que le costaba mantener.
- No deberías pedir cosas que no te pertenecen. Eso te haría más feliz.
- ¿Eso lo dices tú? Precisamente tu… – Jaime volvió a extraer un cigarrillo de la cajetilla.
- ¿Qué esperabas, Jaime? 
- Un mito, destino. Una leyenda. Una extraña flor con la que sueño desde que era niño.
- Comprendo – asintió ella. – Esa flor existe Jaime. No es una leyenda. Pero quizás debieras conocer algo más. Esas mágicas y raras especies solo se dan a conocer en su plenitud. En determinadas noches en que la luna llena las ilumina de forma especial. Así que nunca desprecies la planta porque se parezca a las demás. Dentro de ellas, en su interior vive el proceso que las hará mágicas cuando las hadas la toquen.
- Bonito, Destino… Solo que irreal. – Miró al teléfono, y volvió la vista hacia el horizonte donde el sol ya no existía, sino solo su recuerdo. – La noche llega. Los tiempos se cumplen, Destino. Las leyendas siguen siendo leyendas, y los hombres como yo seguimos aferrados a banderas rotas en tiempos que no existen, buscando flores que no existen, y viviendo en el crepúsculo. Llega tu hora Destino. La hora de tus juegos. La oscuridad es tu aliada. 
- ¿Por qué dices eso Jaime? Sabes que no es cierto.
- Mira Destino ¿puedo pedirte un favor? – preguntó el cambiando el tercio
- ¿Qué favor? – pregunto extrañada
- Ella es especial. Sus ojos. Su mirada. Su voz. Su ternura. Por favor no la jodas. No juegues con ella. No se si es la leyenda que busco. Pero no dejare que le hagas mas daño, aunque esa llamada no llegue nunca. 
- ¿Me retas Jaime?
- Aquí tienes mi bandera. Llévate otro trozo de ella. Un día no habrá mas tela y ese día estaré yo. Tendrás que llevarme a mí. Vendrás a mi crepúsculo y allí te estaré esperando. Las leyendas Destino, siempre tienen algo de realidad. Tú, yo, las olas y el sol poniente. Será un cuadro perfecto. Pero a ella Destino, si la tocas tendrás que pasar por encima de mí. Saca tu lado bueno Destino. Dale lo que se merece, dale un sueño hecho realidad. Mejor, dale los míos.
- ¿Los tuyos? Jajájajá. Jaime. Los tuyos hace tiempo que se fueron con la marea. Hum... ¿Serias capaz de hacer lo que te pidiera con tal de que ella abandone sus miedos y sus sufrimientos?
- Si – respondió secamente
- ¿Por qué Jaime? No la conoces. No es más que una idea. Palabras bonitas en una noche de primavera. 
- Sus sentimientos son reales, Destino. Tan reales como esa Luna que comienza a asomar. Tan reales como la maldad, la envidia y la indiferencia. Tan reales como las rosas azules que crecen en las noches de primavera y se enredan con un beso y un susurro en el cuerpo inerte de la persona amada. Tan reales como las lágrimas de rocío de todas las flores del mundo al amanecer. 

La noche caía y desplegaba su manto de estrellas sobre las figuras del hombre y la extraña dama mientras el arrullo de las olas cantaba una vieja canción de amor, una canción de honor, y una canción de recuerdos que se pierden en la inmensidad de las aguas.

- Eres increíble Jaime.. – dijo Destino
- Soy real, Destino. 
- ¿Esperarás?
- Si Destino. Esperaré, aunque no haya nada que esperar. 
- Pocos hombres se confían a las leyendas.
- Pocos. Porque pocos hombres tienen la oportunidad de tocar con sus dedos esas leyendas, Destino. 
- Sea Jaime. Sea como tú quieras. No tengo imperio en el corazón de los hombres.

La dama se levantó y se alejó desapareciendo de la noche entre un tintineo de conchas y campanas marineras. El hombre sacó el último cigarrillo, lo encendió iluminando la playa vacía, cogió su teléfono, y lo volvió a dejar cerca de el, mientras su mirada se volvía a perder entre la oscura línea que separaba las estrellas de su reflejo marino.


   . Arthur .   2-04-2010

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